Cada palabra
tiene su cáscara,
pulpa, semillas.
Hay que abrirlas,
separar sus fragmentos,
amasarlas, licuarlas;
nutrirlas con sangre
y madurarlas al sol,
o a la luna, o al gesto invisible.
Soplarlas por el horizontal
corredor del vino
y el pan caliente;
dejarlas volar,
elegir su espacio
y unirse entre ellas.
Y acudir a la generosidad
espontánea del lector,
quién descubrirá el mensaje.
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